Esta entrada no va de motos, aunque todo empieza en la jefatura de tráfico de Oviedo.

Al haber matriculado la moto en Bélgica, como corresponde al pasar la mayor parte del tiempo en ese país, aproveché para dar de baja la moto y evitar pagar el impuesto de circulación innecesariamente.

Llegué pronto, tenía cita a la 13, así que entré a enterarme de qué tenía que hacer. Hay una pequeña fila en la entrada, un chico está atendiendo a la gente indicándoles qué papeles rellenar y a qué sitio tienen, bueno, tenemos, que ir. 

Mientras espero, veo como él y otra compañera tratan de explicar a una señora mayor algo referente al papeleo que tiene que hacer.

Pilar, la señora mayor, calculo que tiene unos setenta y pico años, es bajita, tiene el pelo muy cardado, porta un bastón en la mano izquierda y un fajo de papeles en la mano derecha. A través de las grandes gafas mira a la chica que le está explicando que se ha equivocado de papeles y que necesita una cita para poder hacer esa gestión.

Pero Pilar no oye bien y no se entera bien de la explicación, así que la sientan en uno de los mostradores y, de nuevo, le explican que los papeles que ha traído no son los del coche que ella quiere dar de baja, son otros. Le explican que tiene que pedir una cita para que puedan atenderla y tiene que traer la documentación correcta. 

Es mi turno, así que le explico al otro chico que vengo pronto, que mi cita no es hasta la 13, quedan todavía más de 40 minutos, pero que qué tengo que hacer. Pierdo la pista de Pilar mientras escucho las explicaciones, busco un bolígrafo y me dispongo a rellenar los papeles en uno de los sitios que tienen allí para eso. 

Mientras estoy en ello, Pilar viene andando ya de vuelta, el chico le dice que puede sacarse la cita «allí», señalando para los ordenadores que hay en la entrada, pero ella no entiende muy bien y camina hacia la salida. 

Me giro mientras relleno los papeles y veo que se ha parado en el medio del pasillo sin saber muy bien qué hacer, con el fajo de papeles en la mano.

  • Tiene que ir usted allí a los ordenadores y sacarse una cita – Dije mientras me volví a continuar rellenando los papeles. 

No recuerdo que dijo ella, si es que dijo ella, pero algo me golpeó por dentro de golpe y me sacó de mi letargo egoísta. 

Cogí mis papeles, y me di la vuelta:

  • Espere que le ayudo, venga conmigo – le dije

Nos acercamos a los ordenadores, cogí el ratón y empecé a buscar dónde se hacía la citación, Pilar empezó a contarme…

  • Es que hijo, yo tenía un Marbella, ay! que coche más bueno, cuanto me gustaba. Pero, sabes? un día yendo con mi hijo a subirme al coche, un autobús me enganchó con la puerta y me desgració …

Pilar seguía hablándome, contándome lo mal que había quedado por el accidente, mientras yo esperaba para tener dos segundos de oportunidad para preguntarle sus datos para rellenar la petición de la cita

  • … y es que he venido a dar de baja el otro coche que tengo, pero hijo, me he equivocado y he traído los papeles que no eran. 

Entre respiro y respiro conseguí que me diese los datos que necesitaba para pedirle la cita. Después de elegir fecha y hora, le imprimí la cita y le dí el papel. Le repetí varias veces los datos para que no volviese a perder el tiempo.

Pilar se fue y me dio las gracias, yo volví a mis papeles y, al contrario de lo que podría pensarse, no me sentí bien. Me acordé de las muchas veces en las que en el trabajo, suponemos que los sistemas que diseñamos e implantamos, van a facilitar la vida a la gente. Que en general es cierto, pero muy pocas veces nos acordamos de esa gente que no sabe ni puede utilizarlos y necesita a una persona que le ayude, que le atienda, a una cara amiga que le diga «buenos días, en qué puedo ayudarle» y no a una máquina ininteligible que espera que interactuemos con ella para conseguir lo que necesitamos.

Con los papeles en el bolsillo, me di un paseo, es martes, son las 12:30 de la mañana en una ciudad como Oviedo y, por supuesto, la mayoría de la gente que está en la calle es mayor. En mi cabeza siguen esos pensamientos que Pilar me ha traído a la cabeza, lo egoístas que somos muchas veces, lo individualistas que nos estamos volviendo y lo poco que valoramos las cosas cotidianas y, sobre todo, a la gente que tenemos a nuestro alrededor.

En lugar de seguir deambulando, me siento en una terraza, me pido un zumo, dejo mi móvil en el bolsillo y observo a la gente pasar.

Siento que de golpe he despertado en un letargo estúpido, aunque es posible que tanto rato rodando sólo en moto en los últimos días me haya afectado a la cabeza. 

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